martes, 26 de febrero de 2013

ELENA ARDANAZ - CRISTIAN SÁNCHEZ

PRESUNCIÓN 


Y un día, cuando la creíamos muerta, exilio involuntario hacia otra vida, tocó con la punta de los dedos a la puerta en busca de una nueva luz en la que sentir la calidez del deseo.
La lujuria en los ojos brillantes de la belleza.
Ella, buscándose a sí misma.
Ella, mirándose a sí misma.  Dejándose mirar.




 Heroína en huida, al borde del abismo. Víctima propicia de homicidios premeditados. De sentencias de muerte. A penas nacida, condenada.
Loca, desposeída, desconocida y condenada a prisión. Plástico asfixiante, no tan transparente. Papel mate. Color vengativo de bellezas y de espejos sin reflejos halagadores. Encerrada entre paredes demasiado grandes para su cuerpo menudo. Frio de hormigón que no la supo arropar. Casi reducida a nada. Humillada.
No respiraba entre las multitudes de andantes ciegos. No vivía bajo los cartones y los dragones.  No brillaba bajo las luces de neón simuladas y los focos de luz cegadora. Se quedó muda en los discursos inaugurales. Con el grito sordo y aterrado en la piel. En los poros, el vello, en el gesto donde eternizarse.
Como una diva en opera prima, desestimada antes del primer gesto y la primera frase por los guiones de prosa consonante y la exigencia de la dirección artística. Desahuciada antes de salir a la acción. Sin público. Sin cámaras. Sola en escena.
Y un día, cuando la creíamos muerta, exilio involuntario hacia otra vida, tocó con la punta de los dedos a la puerta en busca de una nueva luz, en la que sentir la calidez del deseo. La lujuria en los ojos brillantes de la belleza.  
Ella, buscándose a sí misma.
Ella, mirándose a sí misma. Dejándose mirar.
Su corazón impaciente. La fuerza concéntrica, meteórica y violenta del deseo de vivir aferrándose a su cintura. Imparable. Invencible.
Su desnudez. Cuerpo despojado de artificio, palpable, sensible…  bajo un vestido prestado para la ocasión.
Su mirada esquiva para quien no quiere mirar el fondo de su acantilado. Su mirada ardiente para quien busca su vértigo, su desafío y su entrega. 
Su cometa en llamas cruzando el metálico acuoso cielo a la velocidad de la luz para conjugar las pasiones. La lujuria del calor. Material inflamable, absuelto de incendios. Pacto ilícito e inmoral con el aire y el agua. Celoso y evocador limbo para pecados que no piden redención. Bautismo de almas con mortal curiosidad, ansiosas de transgredir las barreras de la emoción.
Nadie pudo jamás hacer arder una llama. Nadie pudo apagar un todo surgido de la nada original. 
Nadie nunca estuvo nunca encima de nadie.
Es un final de dos. Imparable. Invencible.
Una llama eterna que aún veo al cerrar ojos.


Rita Irene